Vivir en París ( 2 ) Juan Goytisolo
A decir verdad, aunque tengo
algunos amigos escritores, no me identifico con ningún grupo y evito en la
medida de lo posible el gueto intelectual de la Rive Gauche. Me apasiona la
vida y sólo la sacrifico a la literatura, pero huyo como un poseso de la vida
literaria, sea está francesa, española, rusa o americana. En mi opinión, cuando
más se introduce uno en la vida literaria, más difícil le resulta llegar a la
literatura. Además, salvo contadísimas excepciones, la cultura francesa de hoy
no tiene nada de excitante. La poesía no ha dado un solo nombre de alcance
universal desde Mallarmé. La novela espera todavía la emergencia de algún émulo
genial de Céline. El teatro y el cine languidecen. Ensayistas de la talla de
Benveniste, Barthes, Foucault o Levís- Strauss se eclipsan sin ser
reemplazados.
En términos generales, puede
decirse a los franceses lo que decía Sarmiento a los españoles hace siglo y
medio: ustedes acá y nosotros allá traducimos lo que viene de fuera…
Bien, aun al margen de la vida
literaria, ¿Qué autores lee o frecuenta?
Hoy por hoy, mis lecturas se
orientan a los clásicos o las obras que escriben mis amigos. Una de las
ventajas de París consiste en que, sin necesidad de viajar, puedes toparte en
la calle o citarle en un café, si lo deseas, con el colombiano García Márquez,
el paraguayo Roa Bastos, el mexicano Carlos Fuentes, el cubano Sarduy, la
norteamericana Susan Sontag, el italiano Calvino, el checoslovaco Kundera, el
argelino Kateb Yasín, los españoles Semprún
y Arrabal, los marroquíes Ben Yelún y Edmond El Maleh, el turco Nedim
Gürsel…
Entonces dijo mi
interlocutora, procurando ocultar su desencanto ¿Qué le sucede a usted en la
ciudad? ¿La belleza de sus monumentos, su tradición cultural, la manera de
vivir, el espíritu parisiense?
Dejemos el espíritu y los
monumentos a los turistas y becados de la Alliance Francaise. La suerte inconmensurable
de París es su silenciada condición de medina plurirracial o, a decirlo más
bien, meteca. Creo en la virtud de la mezcla dinámica, fructuosa, de culturas y
etnias: el modelo neoyorquino del melting-pot. Yo vivo, por ejemplo, en el
Sentier, un barrio animado por la presencia de emigrados de una veintena de
países: junto a los comerciantes judíos y pieds-noirs conviven españoles,
portugueses, turcos, argelinos, yugoslavos, africanos, paquistaníes,
marroquíes, vietnamitas, martiniqueses. A determinadas horas del día es un
auténtico Babel de lenguas. Las paredes de las casas están llenas de pintadas e
inscripciones en árabe que los nativos no entienden y yo descifro con verdadera
delectación. Lenta, insidiosamente, París se tercermundiza: los emigrantes y
sus familias traen con ellos sus costumbres, trajes, peinados, música, adornos,
hábitos culinarios.
Los barrios modestos de la
ciudad se vuelven más alegres y coloridos: sus habitantes tienen la maravillosa
oportunidad yo diría de inmerecido honor de entrar en contacto con hombres,
mujeres y niños venidos de horizontes muy diferentes, de aprender a respetarse
mutuamente en la diferencia, de codearse con ellos en el trabajo, el café o la
escuela. De golpe la visión etnocéntrica
de las cosas, aburrida y mezquina se descompone; los valores atacados se
relativizan, prejuicios y recelos pierden importancia. El Paris monumental de
cartón piedra el del Arco del Triunfo y el Soldado Desconocido queda para los
grandes burgueses, altos funcionarios, rentistas jubilados y viudas de guerra.
En el otro el realmente vivo, los hammans y figones de alcuzuz proliferan como
hongos. Tambores africanos, rebeldes beréberes, instrumentos indoamericanos
resuenan en los pasillos del metro. Los muestrarios de tótems y cuernos de
elefante invaden cada día un poco más las aceras. Los cartones de embalaje
sobre los que se apuesta dinero a las cartas para embaucar a los mirones han
saltado de Xemáa el Fna a Barbés y de Barbés a los Boulevares: hoy atraen a un
enjambre de curiosos a pocos metros del teatro donde actúan el candidato
presidencial Coluche y, con un poco de
suerte, los veremos pronto en los Campos Elíseos.
Si le comprendo bien, el
cosmopolitismo francés… No hay cosmopolitismo francés, hay interculturalismo,
pluralidad, ósmosis: un universo en miniatura. Aquí uno puede, si le apetece,
comer en un restaurante camboyano, tomar el té con menta en un café moruno, ver
por la tarde algún filme hindú o turco, El rebaño, de Yilmaz Güney, es, en mi opinión, uno de los mejores del año y
asistir por la noche, con un poco de suerte, aun concierto de los Nass EL
Ghiwán o Izanzaren. La sociedad está ligada a la idea del espacio, pero la
cultura como el individuo es móvil, ligera. La cultura de hoy no puede ser
francesa ni española, ni siquiera europea, sino meteca, bastarda, fecundada por
las civilizaciones que han sido víctimas de nuestro etnocentrismo autocastrador
y aberrante. Pues si hasta ahora hemos exportado el modelo occidental con todos
sus accesorios desde su ideología y valores a sus drogas gadgets, asistimos a
un proceso inverso que personalmente cautiva y encanta: la disolución paulatina
de la cultura blanca por los todos los pueblos que, sometidos a ella, han
asimilado los trucos e instrumentos necesarios para contaminarla.
Entonces, París, para usted…
En la medida en que abandone
sus pretensiones de faro y acepte su condición de metrópoli abigarrada,
espúrea, heterogénea, y apátrida, me sentiré siempre mejor en ella en cualquier
otra ciudad exclusivamente nacional: uniforme, castiza, compacta, desangelada.
pp.175-180.
Juan Goytisolo, libro:
Contracorrientes, Editorial Montesinos, España 1985.
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