El amor junto al trigo.
El amor junto al trigo
Quizás, más que uno se sienta identificado con esta anécdota de
Pablo Neruda, extraído de sus memorias “Yo confieso que he vivido” de Seix
Barral pp.38-40.
Hace ya cuarenta y cinco años de este
suceso, acontecido en el comienzo de mi adolescencia […] Yo, estudiantil y pálido,
[…] después del asado, de las guitarras, del cansancio cegador del sol y del
trigo, había que arreglárselas para pasar la noche. Los matrimonios y las
mujeres solas se acomodaban en el suelo, dentro del campamento levantado con
tablas recién cortadas. En cuanto a los muchachos, fuimos destinados a dormir
en la era. La era elevaba su montaña de paja y podía incrustarse un pueblo
entero en su blandura amarilla.
Para mí todo aquello era una
inusitada incomodidad. No sabía cómo desenvolverme. Puse cuidadosamente mis
zapatos bajo una capa de paja de trigo, la cual debía servirme como almohada.
Me quité la ropa, me envolví en mi poncho y me hundí en la montaña de paja.
Quedé lejos de todos los otros que, de inmediato y en forma unánime se
consagraron a roncar.
Yo me quedé mucho tiempo tendido de
espaldas, con los ojos abiertos, la cara y los brazos cubiertos por la paja. No
había luna pero las estrellas parecían recién mojadas por la lluvia y, sobre el
sueño ciego de todos los demás, solamente para mí titilaban en el regazo del
cielo. Luego me quede dormido. Desperté de pronto porque algo se aproximaba a mí,
un cuerpo desconocido se movía debajo de la paja y se acercaba al mío. Tuve
miedo. Ese algo se arrimaba lentamente. Sentía quebrarse las briznas de la
paja, aplastadas por la forma desconocida que avanzaba. Todo mi cuerpo estaba
alerta, esperando. Tal vez debía levantarme o gritar. Me quedé inmóvil. Oía una
respiración muy cercana a mi cabeza.
De pronto avanzó una mano sobre mí,
una mano grande, trabajadora, pero una mano de mujer. Me recorrió la frente,
los ojos, todo el rostro con dulzura. Luego una boca ávida se pegó a la mía y
sentí, a lo largo de todo mi cuerpo, hasta mis pies, un cuerpo de mujer que se
apretaba conmigo.
Poco a poco mi temor se cambió en
placer intenso. Mi mano recorrió una cabellera con trenzas, una frente lisa,
unos ojos de parpados cerrados, suaves como amapolas. Mi mano siguió buscando y
toqué dos senos grandes y firmes, unas anchas y redondas nalgas, unas piernas
que me entrelazaban, y hundí los dedos en un pubis como musgo de las montañas.
Ni una palabra salía ni salió de aquella boca anónima.
Cuán, difícil es hacer el amor sin
causar ruido en una montaña de paja; […] Más lo cierto es que todo puede
hacerse, aunque cueste infinito cuidado. […] la desconocida se quedó dormida
junto a mí, pero también yo me quedé dormido. Al despertar extendí la mano
sobresaltado y solo encontré un hueco tibio, su tibia ausencia.
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